Pasaje de mi novela Juegos de amor y dolor
Varias horas más tarde se volvió a despertar. La luna se había apoderado del firmamento, tan brillante que podía distinguir su claridad aún con los ojos cerrados.
Dio vueltas y más vueltas dentro del saco, sin conseguir volverse a dormir. Un montón de sensaciones, de ideas, de emociones, le pasaban por la cabeza. Recordó el miedo que había pasado escalando. Al mirar para abajo había podido ver a la muerte claramente, esperándola entre las rocas al final de la pared de granito. Su vida era frágil. Normalmente daba por sentado que viviría otros cincuenta, sesenta años, pero en realidad podía morir mañana, en la Pared de Santillana esa. Podía negarse a escalar. Julio lo entendería, pero eso no serviría de nada, porque uno se puede morir de muchas otras formas.
No, lo fundamental era comprender que la muerte estaba allí, esperándola, como la había visto al final de la pared, y que ya no cabía tener ninguna esperanza en un Más Allá, en una resurrección que pudiera rescatarla del horror de la aniquilación completa. Aunque quisiera, ya nunca más conseguiría creer en eso. Mejor vivir con una verdad incómoda que auto-engañarse con patrañas que le sirvieran de consuelo, como quien le da un chupete a un niño para que deje de llorar.
Sí, había que vivir con valor, con los ojos abiertos, y encima estar dispuesta a sacrificarse por el bien común, como hacía Lorenzo, simplemente porque sabía que el sufrimiento de los demás era el mismo que su propio sufrimiento.
Esa filosofía de la vida le pareció infinitamente más admirable que la que había tenido antes: el ser buena para obtener una recompensa en vez de un castigo eterno después de morir.
Estaba demasiado nerviosa, exaltada por todo lo que había aprendido ese día. Hacía demasiado calor dentro del saco, optó por volver a salir de él.
Afuera, desnuda en el aire frío de la noche, dejó que la bañara la luz mágica y fría de la luna. Sus piernas y su vientre brillaban con un curioso color azulado, el mismo que la luna sacaba de los bloques de granito que la rodeaban. Todo era hermoso a su alrededor, y ella se supo hermosa en medio del paisaje nocturno. Se recogió el pelo con la mano tras el cuello y alzó la cara a la luna. Quería aullar como una loba en celo.
Las estrellas brillaban como alfilerazos fríos en el terciopelo negro del firmamento. Decidió que debía aprender el nombre de las constelaciones. ¿Cómo podía ser tan ignorante, ella, que estudiaba física? Pero no, un científico sabría que las constelaciones no eran más que una ilusión estúpida: una mera proyección en dos dimensiones de algo que en realidad era un vastísimo espacio tridimensional.
Algo cambió en su percepción y de repente era como estar a orillas de un océano cuyas profundidades insondables se extendían en todas direcciones. No es que ella, Cecilia, fuera pequeña; el mundo entero, el planeta Tierra, no era más que una mota diminuta en la vastedad del cosmos. La capa de la atmósfera se le antojó demasiado delgada para protegerla del terrorífico vacío que había allá fuera. Se sintió inmensamente agradecida a la fuerza de la gravedad que la ataba a ese pequeño refugio, a esa bola recubierta de vida que era el único sitio donde tenía sentido vivir.
Había salido del cascarón. Había dejado atrás las creencias confortables de la niñez. No había Dios, padre severo a quién, sin embargo, se podía acudir en busca de ayuda cuando las cosas se ponían mal. No había paraísos donde refugiarse de la aniquilación final de la muerte. ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir? ¿Había acaso alguna meta, algo a qué aspirar que no fuera anulado al final por la muerte? ¿Tenía algún sentido la vida, más allá de evitar el sufrimiento y buscar el placer?
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