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Hermes Solenzol

El cuchillo

Actualizado: 22 sept 2023

En el BDSM, la follada mental es un juego en el que se lleva a la sumisa a un estado de vulnerabilidad usando emociones como el deseo, el miedo y la vergüenza. Escena de mi novela La tribu de Cecilia.



Hunting knife
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Martina caminó con paso decidido hasta un bar que había a la vuelta de la esquina. Era uno de los miles de bares que hay en Madrid, de esos que huelen a gambas a la plancha y tienen el suelo perpetuamente cubierto de serrín, servilletas de papel y palillos de dientes. Marina se sentó en un taburete en la barra y pidió dos cañas, sin siquiera preguntarle lo que quería. Elena se sentó a su lado, mirando incómoda a su alrededor. Había varios hombres maduros y una pareja de mediana edad. Un chico joven destruía marcianitos con saña en un videojuego, con un molesto zumbido de láseres y explosiones de granadas espaciales. Menos él, todos parecían mirarlas y desviar la mirada en el último momento cuando los escudriñaba. Martina la miraba a ella con aire tranquilo.


-Se te nota algo nerviosa, princesa. ¿Qué pasa, no vas mucho de bares?


-¡Oh sí, muchas veces! … No, lo que pasa es que no sé qué hacemos aquí.


-¿Quieres volver a la reunión?


-No… Creo que hicimos bien en salirnos.


-Sí, estaba a punto de organizarse una buena. No sé si te diste cuenta, pero todas empezaban a mirarte con cara de jabalí.


Elena soltó una risita.


-Creo que ya me miraban así desde el principio.


-Es que no están acostumbradas a ver a princesitas como tú en esas reuniones.


-Te estás pasando un poco con lo de llamarme princesa.


-Pero te gusta que te lo diga, ¿a que sí?


-¿Cómo lo sabes?


-Se te nota.


-¿Qué pasa, que estás intentando ligar conmigo? Soy una mujer casada, ya sabes.


Martina le cogió la barbilla y al miró a los ojos.


-Vas a tener que decidirte, princesa. ¿Qué quieres ser, una señora casada o una lesbiana sadomasoquista?


Elena sacudió la cabeza para desprenderse de ella.


-Una lesbiana sadomasoquista -dijo mirando a Martina con lo que quería ser una expresión insolente.


-¡Pues entonces no me vengas con eso de que eres casada, joder! Estamos hablando tranquilamente, como colegas lesbianas sadomasoquistas, ¿no? ¡Pues no te formes más rollos!


-Muy bien, pues hablemos de lesbianismo, entonces. ¿Tú sales con alguna chica?


-Tengo varias amigas que me dejan que las ate, les dé unos azotes y les coma el coño… Pero no salgo con ninguna que sea mi novia. Paso del rollo de las pareja formales. ¿Y tú? ¿Le pones los cuernos a tu marido con alguna mujer?


-Pues sí…


-¿Una chica tan guapa como tú?


-Sí, es muy guapa, aunque no nos parecemos en nada.


-O sea, que tengo dura la competencia.


Elena se rio, asombrada por su desparpajo.


-¡Pero bueno, tía, tú de qué vas! ¿Me estás tirando los tejos? Ya sé que te gusto, me lo has dejado clarísimo, pero tú a mí no.


-¡No, claro! A ninguna le gusta la gorda de Martina -dijo sin ningún tipo de amargura-. Lo he oído mil veces… Y, a pesar todo, muchas acaban cayendo. Yo misma no me lo explico.


-Pues yo no voy a caer. Así que vete haciendo a la idea.


Martina se encogió de hombros.


-No pasa nada. Me doy por más que satisfecha. A fin de cuentas, aquí estoy, tomándome una caña con una rubia preciosa que además es lista y me cuenta cosas alucinantes. Eso ya, de por sí, es una experiencia difícil de olvidar.


-Me alegra que lo veas así. A mí también me gusta hablar contigo.


Les trajeron las cañas. Martina tomó un largo sorbo de la suya. Elena hizo un esfuerzo por acabarse la primera. Habían acabado de jugar a los marcianitos y se podía oír la radio, una canción de Dire Straits que conocía muy bien: Six Blade Knife.


Martina sacó una billetera de su pesado chaquetón de cuero. Dejó dos billetes sobre la barra y cogió un tercero, un billete verde de mil pesetas, y lo estiró entre los dedos de las dos manos frente a ella.


-Te doy mil pelas por tus bragas.


Se le atragantó la cerveza, que le salió de la boca en un chorro que pasó a escasos centímetros la pierna de Martina.


-¡Tú está colgada, tía! -dijo con voz ronca cuando acabó de toser.


-No, te lo digo en serio -dijo moviendo el billete como un acordeón-. Lo más probable es que no nos volvamos a ver y quiero tener un recuerdo tuyo.


-¡Y tiene que ser precisamente mis bragas!


-Bueno, como te puedes figurar, yo tengo gustos un poco extraños -le dijo con una sonrisa tranquila.


En realidad no eran tan extraños. Elena se acordó de algunas cosas parecidas que había hecho. Leyó el deseo en los ojos de Martina, el mismo deseo arrebatador que había sentido ella. La conmovió sentirse tan deseada.


-No, si te entiendo. Yo también he jugado a ese juego alguna vez. Pero no me hace falta tu dinero.


-Eso es lo malo que tenéis las pijas, que no os falta de nada.


Fue la canción Six Blade Knife la que le dio la idea.


-Pues sí hay algo tuyo que me molaría tener. Tu cuchillo.


Martina arqueó las cejas y afirmó lentamente con la cabeza. Apartó el chaquetón y pasó la mano por el cuchillo de caza que llevaba colgando del cinturón.


-¡Mi cuchillo, dice la muy jodida! Sabes ir directamente a donde duele, ¿eh? Para que te enteres, nena, este cuchillo vale bastante más de mil calas.


-¿Y qué te crees, que yo me voy a conformar con cualquier chuchería? Quien algo quiere, algo le cuesta.


-No lo entiendes: éste no es un simple cuchillo. Dice quién soy, es mi señal de identidad.


-Ya me he dado cuenta. Precisamente por eso lo quiero. Yo también quiero llevarme un recuerdo tuyo.


-Además, tiene su historia… Digamos que posee un gran valor sentimental para mí.


-Pues mis bragas también lo tendrán, ¿no? ¿No es precisamente por eso por lo que las quieres?


Martina la miraba ceñuda, dudando. Por fin pareció llegar a una decisión.


-Vale, mi cuchillo a cambio de tus bragas. Pero me tienes que dejar que te las quite yo.


Elena no sabía si sentirse alagada o recelosa.


-¿Aquí? ¿En mitad del bar?


-En los servicios… ¿Qué, princesa? ¿Hay trato o no hay trato?


El corazón le latía deprisa. ¿En qué tipo de aventura se había metido? Pero, después de tanto regatear, iba a quedar como una tonta caprichosa si se echaba atrás.


-Vale, hay trato.


-Pues entonces te vas a los servicios y me esperas allí. No eches el pestillo. En un par de minutos voy yo.


Cogió su bolso y su chaqueta con aire decidido y se dirigió a la parte de atrás del bar. Por suerte había un servicio de señoras separado del de caballeros. Era un cuartucho diminuto y maloliente, con luz de neón, un lavabo y un retrete. Dejó el chaquetón y el bolso en el suelo y cerró la puerta sin echar el pestillo, como le había dicho Martina. Se abrazó a sí misma, inquieta, mirándose en el espejo desvaído.


¿Estaba cometiendo una locura? ¿Se podía fiar de Martina? A fin de cuentas, no la conocía de nada. ¿Y si le hacía daño? No, eso era improbable… Pero sí que podía aprovecharse de ella. Estaba claro que a Marina le gustaba, y que ella sabía perfectamente cómo manejar a las mujeres.


Sin embargo, el prospecto de que Martina la usara para su propio placer no la asustaba. Al contrario, la excitaba. Y el hecho de que Martina no le resultara en absoluto atractiva aún la ponía más cachonda.


Podía oír el palpitar de su corazón en los oídos. Se frotó los brazos, aunque en realidad no tenía frío.


Martina entró en el baño. Cerró la puerta tras ella y corrió el pestillo. Elena retrocedió un paso.


-¿Qué pasa, princesa? ¿Te quieres rajar?


-No.


-Si quieres pretendemos que ha sido una broma y lo dejamos. Yo me quedo con mi cuchillo y tú con tus bragas.


Elena la miró desafiante.


-Si crees que sales perdiendo en el trato, puedes quedarte con tu cuchillo. Pero por mí que no sea.


-Muy bien. Pero lo vamos a hacer a mi manera.


-¿Y cuál es tu manera?


-Súbete la falda.


Elena hizo lo que le pedía. Vio los ojos de Martina recrearse en sus rodillas torneadas y sus muslos blancos conforme iba subiéndose la falda. Por fin el borde de la tela alcanzó su pubis y supo que Martina podía apreciar sus bragas de encaje negro, tan fino que transparentaba el vello de su monte de venus. Pero Martina no se conformaba fácilmente.


-¡Más arriba, hasta la cintura! -le exigió - ¡Eso es!


Martina hincó una rodilla delante de ella y se dedicó a inspeccionarla con calma, seguramente decidida a sacar el mayor partido posible del precio que pagaba por el espectáculo. Elena no osó apremiarla, sintiendo su pulso acelerarse y la humedad ir invadiendo su entrepierna.


Finalmente, Martina acercó su cara a un palmo escaso de su vientre, metió los índices dedos bajo el encaje negro en su cintura, y le fue bajando las bragas muy despacio, descubriendo primero la superficie lisa de su vientre y luego el vello de su pubis, deslizándolas por sus muslos, pasadas la rodillas, hasta que las tuvo en los tobillos.


Una bajada de bragas en toda regla. Con toda la ceremonia que requiere el acto.


Levantó un pie, luego otro, para permitir a Martina sacarle la prenda de los zapatos. Cuando las tuvo en sus manos, ella se dedicó a inspeccionar las bragas con cuidado, apreciando la aspereza de encaje entre los dedos, estirándolas para comprobar su transparencia, oliendo la parte de la entrepierna. Elena la miraba, fascinada. Martina no parecía tener ninguna prisa en incorporarse, seguía allí, con una rodilla en el suelo, pasando su atención de las bragas a la desnudez de su sexo. Se preguntó cómo debía reaccionar si la tocaba, si debería protestar, bajarse la falda y retroceder, o dejarse hacer y quedar como una cualquiera.


Pero Martina no la tocó. Mirarla, tal vez olerla, parecía ser bastante para ella.


-Tienes un coño muy bonito, princesa -dijo por fin-. Rubio… se ve que no eres teñida.


-Con esos piropos tan románticos vas a acabar por derretirme -dijo con sarcasmo.


Martina se embutió las bragas en el bolsillo y se incorporó despacio. Había fortaleza y deliberación en su movimientos.


-¿Te crees muy graciosa, verdad nena?


La miraba con fijeza. Elena dio un paso atrás y dejó caer la falda.


-¿Te he dicho yo que te podías bajar la falda? ¿Eh? ¿Te lo he dicho?


Elena negó con la cabeza, desconcertada.


-¡Pues entonces! ¡Vuelve a subírtela! ¡Venga! ¡Ya!


Elena cogió el borde de la falda y se la volvió a arremangar hasta la cintura. Algo en su interior buscaba las palabras para decir basta, que el juego ya había ido demasiado lejos. Pero una parte más fuerte de ella deseaba seguir jugando.


Martina dio un paso hacia ella.


-Y ahora supongo que querrás mi cuchillo… Muy bien, pues aquí lo tienes.


Soltó la correa que lo mantenía en su funda y lo desenvainó, apuntando la hoja directamente a su vientre.


-Ni se te ocurra soltar la falda hasta que yo te lo diga. ¿Me oyes?


Elena asintió y dio otro paso atrás. Su espalda chocó contra la pared.


-Te voy a enseñar por qué este cuchillo tiene tanto valor sentimental para mí. Esto es lo que me gusta hacerles a mis niñas.


Bajó el cuchillo y le posó la punta delicadamente en el interior de la rodilla. Entonces Elena supo perfectamente lo que le iba a hacer, y el saberlo le dio aún más miedo. Se sintió paralizada, el fornido cuerpo de Martina a apenas un palmo del suyo, la pared clavada en su espalda, mientras el filo del cuchillo le iba recorriendo el interior de un muslo primero, el otro después, dejando lo que ella adivinaba eran finísimas líneas blancas, sin sangre, pero lo suficientemente dolorosas para hacerla tensarse y apretar los puños sobre la tela de la falda que ahora ya le resultaba imposible soltar.


El cuchillo le hizo cosquillas en los pelos del pubis. Un filo acerado y helado le separó los labios, se introdujo entre ellos, presionando hacia arriba, moviéndose hacia atrás hasta que la punta se clavó en la pared detrás de su trasero. El borde afilado la amenazaba ahora desde el ano hasta el clítoris, presionando hacia arriba lentamente pero inexorablemente, hasta que el terror la obligó a ponerse de puntillas, sus piernas tensándose desde los dedos de los pies hasta las nalgas.


-¿Me das un beso? -le preguntó Martina como si no estuviera pasando nada.


Elena asintió muchas veces, rápidamente. Los labios de Martina tocaron los suyos, pero ella apenas los sintió. Su lengua se introdujo en su boca, y ella la dejó entrar sin apenas hacerle caso, pues toda su atención estaba concentrada en la hoja fría y afilada que amenazaba partirle el cuerpo en dos al menor descuido, como esos canales de vacuno que se ven en los mercados. La mano de Martina se deslizó sobre su culo, acariciando la piel suave, estrujando el glúteo, y toda su preocupación fue en no dejar caer su peso sobre el acero cortante. Le dolían las pantorrillas de estar tanto tiempo de puntillas. Sentía desfallecer las piernas. La horrorizó darse cuenta de que en cualquier momento le iban a fallar las fuerzas y no podría evitar dejarse caer sobre el filo del cuchillo.


-¡Para, por favor! ¡No puedo más!


Martina la soltó. El cuchillo abandonó su coño. Se dejó caer sobre los talones para aliviar la tensión insoportable en sus gemelos. Apoyó la nuca en la pared y cerró los ojos, luchando por recuperar la respiración.


-Ya te puedes bajar la falda, princesa.


Se había olvidado que aún sostenía la falda arremangada contra su cintura. Cuando abrió las manos para dejarla caer se dio cuenta de que le dolían los dedos de tanto apretar los puños. Se sentía ligeramente mareada. Martina la abrazó, acariciándole suavemente el pelo. Apoyarse en ella era como dejarse caer sobre una sólida montaña de carne acogedora. El hecho de que Martina fuera gorda y fea había dejado de tener la menor importancia, porque había satisfecho su deseo de experimentar violencia, de sentirse victimizada. La había conquistado y ahora no quería más que abandonarse a ella.


Martina la soltó. Tenía el cuchillo en la mano, pero ahora lo cogía por la hoja, ofreciéndole la empuñadura.


-Toma, cógelo. No tengas miedo. Ahora es tuyo, te lo has ganado.


Elena cogió el cuchillo con reluctancia. Se notaba sólido y pesado.


Martina se desabrochó pausadamente el cinturón, lo extrajo de los pasadores del sus vaqueros. Elena pensó que se disponía a pegarle con él, pero Martina se limitó a sacar la funda del cuchillo y ofrecérsela, tras lo cual se volvió a abrochar el cinturón.


¿Eso es todo? ¿Ya no me vas a hacer nada más? ¿Me vas a dejar así?


Sin bragas se sentía desnuda y vulnerable. El cuchillo le había dejado el coño abierto. Y empapado.


-Será mejor que guardes el cuchillo en el bolso. Si sales con él en la mano, los del bar se van a pensar que los vas a atracar.


Elena asintió. Metió el cuchillo en su funda, recogió su bolso del suelo y lo guardó en él.


Martina le acarició la mejilla.


-Te espero en el bar.


Elena se miró al espejo, arreglándose el pelo con los dedos. Tenía la falda arrugada. Se la alisó. Siguiendo un impulso súbito, se la subió. Se inspeccionó el coño. Se metió los dedos entre los labios, esperando encontrar sangre. Nada. No quedaba ni rastro de la sensación cortante del cuchillo, sólo calor y humedad y un intenso de deseo de frotarse el clítoris hasta correrse allí mismo. Pero, si la hacía esperar, Martina adivinaría lo que había hecho. Presa de un pudor irracional, recogió el bolso y salió del servicio.


Martina la esperaba en una de las mesa junto a la pared, a donde había llevado dos cañas y un pincho de tortilla.


-¿Estás bien, princesa?


-Sí.


Martina le ofreció el vaso de cerveza. Elena lo vació de un trago. Tenía la garganta reseca y encontró el amargor de la bebida muy reconfortante.


-Come, anda. Tendrás hambre.


Elena cortó el pico de la tortilla con el tenedor y se lo comió. Estaba muy bueno. Era verdad que tenía hambre.


-Te has asustado un poco, ¿eh?


-Bastante.


-Pero te ha gustado.


-¡Te has pasado un montón, Martina! Al menos deberías haberme pedido permiso antes de hacerme eso con el cuchillo.


-Yo nunca pido permiso. Eso lo hubiera estropeado todo. Algunas veces he tenido que pedir perdón, pero permiso, nunca.


-Entonces, ¿me vas a pedir perdón?


Martina le cogió la barbilla y la miró con ojos duros.


-¿Pedirte perdón? ¿Por haber dado lo que andabas buscando? ¡No te quedes conmigo, guapa, que ya nos vamos conociendo! Al menos deberías tener la honestidad de reconocer que sí, que te ha gustado, cuando te lo he dicho.


-Sí que me ha gustado, Martina -le dijo dócilmente-. Eres una dominante muy buena.


-Eso está mejor.


-Me tenías completamente en tus manos. Podías haberme hecho lo que quisieras.


-¡Menuda zorra que estás hecha, princesita! Sí, ya sé que te has quedado con ganas. Mejor. Así volverás a por más.


Eso la hizo rebelarse.


-¡Mira, Martina, serás una buena dominante, pero no eres la única! Tengo gente que me quiere, que me respeta, y que sabe satisfacer con creces mis necesidades. No te necesito en absoluto.


-Claro, ya lo sé. Pero, precisamente porque te quieren, no te pueden dar lo que te puedo dar yo.


-¿Sabes lo que te digo? ¡Que eres una arrogante y una descarada! No tengo por qué aguantar que me insultes. ¡Deberías agradecerme que te haya dejado disfrutar de mí!


-Aquí la única arrogante eres tú, nena, que vas por la vida de pija, de lista y de tía buena. Un día de éstos te voy a bajar los humos, ya lo verás. Y encima me lo agradecerás.


No sabía que era peor, que la irritara tanto o que la calentara tanto. No le cabía la menor duda de que, si llegaba a caer en sus manos, Martina era capaz de bajarle los humos y convertirla en la más dócil de sus sirvientes. Eso la tentaba y la asustaba a la vez.


Abrió el bolso, sacó la cartera y puso quinientas pesetas sobre la mesa.


-Me voy. Aquí tienes, para las cañas y el pincho de tortilla. Invito yo.


-Buena idea, vete a casa. ¡Elena, ha sido un auténtico placer conocerte!


Le ofrecía la mano a través de la mesa. Elena buscó algún signo de burla en tu cara, pero la expresión de Martina era de candor y simpatía. Le estrechó la mano.


Se levantó, cogió el bolso y se dirigió a la puerta del bar. Había otro tipo en el videojuego de matar marcianitos, que hacía un ruido infernal.


-¡Eh, princesa! -oyó que la llamaba Martina por encima del estruendo.


Se volvió a mirarla.


-Perdóname, guapa.


Le sonreía, diciéndole adiós con un pañuelo.


Sólo que no era un pañuelo. Eran sus bragas.


Salió escopetada hacia la puerta.


Nota: Antes de que intentes repetir esta escena y acabes cortando a tu chica en la entrepierna, hay algo que deberías saber. El cuchillo de Martina, como casi todos los cuchillos de caza, tiene filo sólo por uno de los bordes de la hoja. Fue el otro borde, el romo, el que Martina le metió a Elena en el coño, por lo que nunca hubo peligro de cortarla. Como Martina le estuvo arañando a Elena los muslos con el lado afilado, ella creyó que era el borde afilado el que la amenazaba. La ilusión se mantuvo hasta el final. A esto se lo llama “follada mental” (mind fucking).

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