Pasaje de mi novela Amores imposibles
Julio y Sabrina atravesaron la Alameda de Santiago y siguieron por la Herradura. El suelo estaba cubierto de barro húmedo y resbaladizo.
‑¿A dónde me llevas? -le preguntó a Sabrina-. ¿A la Residencia? Pensaba que íbamos a una pensión.
‑Sí, encontré una barata en el Pombal. Pero es más agradable ir por el parque. Oye, ¿de qué estabas hablando con Carlos?
‑De sus problemas con Elisa. Por lo visto le propuso practicar el sadomaso y ella se puso hecha una furia.
‑Sí, a mí también me ha estado calentando la cabeza con eso -dijo Sabrina.
‑¿Qué te ha dicho?
‑Pues que el sadomasoquismo es la peor forma de perpetuar la opresión de la mujer por el hombre. Que los sádicos son personas enfermas que asocian el dolor con el placer para reproducir traumas de la infancia… O para compensar su propia impotencia dominando a las mujeres. No sé, Julio, a mí me parece que hay un poco de verdad en todo eso.
‑Pues yo acabo de pasar por una temporada en la que también pensaba eso. Pero ahora he cambiado de idea. Creo que el sadomaso no es más que otra forma de vivir el sexo. Que mezclar placer y dolor nos hace disfrutar más.
‑Sí, eso es lo que yo noto. Cuando me das azotes en el culo me pongo a cien, y luego tengo unos orgasmos muy fuertes. Pero lo otro que me dijiste el otro día, lo de la sumisión, eso ya no me parece bien. Yo soy una mujer liberada, no sumisa. No me quiero someter a un hombre. Al contrario, creo que las mujeres todavía estamos muy oprimidas por los hombres y tenemos que acabar de liberarnos.
‑¡Por supuesto que las mujeres tenéis que liberaros! Yo también soy feminista. Pero la sumisión de la que te hablaba es algo completamente distinto. Es algo erótico, que se hace por morbo. La azotaina es un castigo, y por lo tanto una forma de dominación. Se puede llevar un poco más lejos, atándote para que no puedas moverte mientras te manoseo y te follo. Con un poco más de control ni siquiera las cuerdas hacen falta, porque haces lo que te ordeno y te pones como yo quiero. Eso es la sumisión. Pero se hace sólo durante un rato, de mutuo acuerdo. Luego se vuelve a una relación en pie de igualdad.
‑Pero, si empiezas por ahí, al final acabas acostumbrándote a someterte y puede empezar a meterse en el resto de tu vida. Te puede crear un dependencia psicológica.
‑Pues, que yo sepa, eso no pasa. Cecilia nunca se volvió dependiente de mí.
‑¿Estás seguro?
‑Ya te lo he dicho: Cecilia es una de las mujeres más independientes que conozco. Y, a pesar de eso, puede ser de lo más sumisa en la cama. De todas formas, hoy no vamos a hacer nada de eso. Te doy unos cuantos azotes y luego follamos.
‑Y luego me das por culo, querrás decir.
‑Bueno, si todavía quieres.
‑¡Claro que quiero! Llevo mucho tiempo pensando en eso. Quiero que seas tú el primero en estrenar mi culo… Y, por lo visto, no nos queda mucho tiempo para hacerlo.
* * *
La pensión estaba en un edificio antiguo, con un portal enmarcado en granito esculpido con filigranas ocultas por el musgo y los líquenes. Al otro lado del portón de madera había una pequeña mesa atravesada en el hueco de la escalera. Tras ella, una mujer mayor con gafas y pelo grisáceo los miró con escepticismo. Sabrina le dijo algo en gallego y le pasó dos billetes de mil pesetas. La mujer asintió y le dio una llave con un pesado llavero de metal.
‑Habitación vinte e dous, o segundo piso a dereita ‑les dijo.
Era un cuarto pequeño, con un armario desvencijado y una cama que era poco más que un somier con un cabezal de madera antigua. Pero la ventana daba al Parque de la Herradura, llenándolo todo del color verde de los robles y la hierba. Julio se plantó frente a la ventana, contemplando el fulgor de las gotitas de lluvia en las plantas. Sabrina lo abrazó por detrás, apoyando la cabeza en su hombro.
‑El cuarto no es gran cosa, pero la vista vale la pena ‑le dijo Sabrina.
‑Eso mismo estaba pensando yo.
‑Y esta vista, ¿qué te parece?
Sabrina se sacó el vestido por la cabeza. En lugar de ropa interior llevaba unas picardías de encaje violeta de una pieza. Le dejaban al descubierto las caderas y el culo, y le transparentaban los pezones y el pubis.
‑¡Pero bueno! ¿Llevabas eso debajo? ‑bromeó mientras se le acercaba despacio‑. ¡Esta vez te has pasado de zorra, Sabrina!
Julio se pegó a ella y le puso las manos en el trasero.
‑Así que vestida para matar ¿eh? Esas cosas sólo se las ponen las chicas malas. Y a las chicas malas se les da unos buenos azotes en el culo.
* * *
Julio contempló el pompis de Sabrina sobre su regazo, sonrosado por la tanda de azotes que le había dado.
‑Bueno, creo que ya has tenido bastante. Vamos a echarle una ojeada a ese culito virgen.
Se inclinó para coger el bote de lubricante de la mesilla de noche. Le separó las nalgas y dejó caer unas gotas de líquido viscoso sobre el botón fruncido de su ano.
‑¡Ay! ¡Está frío! ‑se quejó ella, dando pataditas al colchón.
‑No te preocupes, que enseguida lo vamos a calentar.
Puso el dedo sobre su ano y empezó a acariciarlo, dándole vueltas. Sabrina apretó las nalgas. Julio le dio un azote con la mano izquierda.
‑Se buenecita ¿eh? O te vuelvo a zurrar.
Rodeó dos veces más el ano antes de introducirle el dedo.
* * *
Colocó a Sabrina doblada sobre el borde del colchón y se arrodilló tras ella. Su ano quedaba un poco alto para alcanzarlo con su polla. La agarró de las caderas y tiró de ella para separarla de la cama, hasta que ella pudo poner las rodillas en el suelo.
Su culito, caliente y sonrosado por los azotes, quedaba ahora perfectamente a su alcance.
Separándole una nalga con una mano y empuñando su verga en la otra, la apuntó a su objetivo. El ano de Sabrina parecía ridículamente pequeño comparado con su glande. Cogió el bote de lubricante de la cama y volvió a dejar caer varias gotas sobre su pene, untándolo bien con la mano.
‑Bueno, llegó el momento de la verdad. ¿Estás lista?
‑Sí… Aunque con un poco de miedo. No seas bruto, ¿vale?
Basculó el pubis hacia adelante. Su glande se aplastó contra una firme resistencia. Presionó. Empujó tanto que su pene empezó a doblarse. Se retiró un poco, se lo cogió con la mano y apoyó el pulgar sobre el glande para dirigirlo con precisión a su objetivo. Esta vez la punta del glande se hundió en el ano de Sabrina, avanzando hacia el interior con súbita facilidad.
‑¡Ay, ay, ay! ¡Qué daño! ¡Sácamela, por favor!
Julio se retiró apresuradamente. Sabrina se dejó caer al suelo hecha un ovillo.
‑Lo siento… ‑empezó a decir él.
‑¡No puedo! ‑lloriqueó ella‑. ¡No puedo, Julio! Duele demasiado. No puedo darte mi culo. No voy a ser capaz de someterme a ti. Eso no es para mí.
Se dejó caer en el suelo a su lado y la abrazó.
‑No importa si no puedo follarte el culo ‑dijo acariciándole la cara. Yo no te lo pedí… Fuiste tú quien lo sugeriste. Pensé que te gustaría, como lo de los azotes. ¡Venga, no llores, Sabrina! Lo hacemos de otra manera. Esto no tiene la menor importancia.
‑¡Sí que la tiene! Me vas a dejar.
‑Yo… Lo siento, Sabrina. Todo esto es un error, y es culpa mía. Yo sabía desde el principio que no iba a funcionar. No debería haber empezado a salir contigo, cuando estoy a punto de volver a Madrid.
Sabrina se sentó en el suelo, llorando desconsoladamente.
‑Estás temblando. Venga, vamos a meternos en la cama.
Las sábanas estaban húmedas y frías. Sabrina se abrazó a él. La vio secarse las lágrimas con los nudillos y hacer un esfuerzo para dejar de llorar.
‑No es un error. ¡No digas eso, por favor! Estar contigo, aunque sólo sea unos pocos días, es lo mejor que me ha pasado en mi vida. Fui yo quien te lo pidió. Fui yo quien te sedujo… Y no me arrepiento. No me arrepiento de haberme enamorado de ti.
‑Te dije que te ibas a hacer daño.
‑El daño vale la pena. Te voy a echar de menos, ya lo sé. Te echaré de menos toda la vida… Y guardaré el echarte de menos como un tesoro. Porque es mejor echar de menos algo precioso que se ha tenido, que nunca haberlo tenido en primer lugar.
Julio se quedó ponderando lo que le acababa de decir. Había una profunda verdad en eso. Intuía que si lograba entenderla se aclararían todas las cosas que le preocupaban.
‑Quizás tengas razón. Quizás nuestra relación valga la pena, aunque sepamos que se va a terminar. Si eso es lo que tú quieres, yo estoy dispuesto a dártelo.
Sabrina le clavó la mirada.
‑¿De verdad harías eso por mí?
‑Sí. Estos pocos días que nos quedan, seré tuyo.
‑Entonces… ¿me querrás? ¿Podrás quererme, aunque sólo sea por unos pocos días?
‑Claro que te quiero, Sabrina. Te quiero mucho.
La besó y le acarició el culo. Aún lo tenía caliente.
Es un alivio poder decírtelo. Porque es la pura verdad.
* * *
Julio acarició las nalgas sonrosadas y calientes de Sabrina mientras contemplaba su polla moverse en vaivén entre ellas. El ano, que presentía que ya nunca sería suyo, permanecía firmemente cerrado un centímetro más arriba.
‑Me pones como antes y hacemos como que me estás dando por culo ‑le había dicho Sabrina.
En definitiva, daba lo mismo. Sabrina era suya, mucho más de lo que nunca había deseado que lo fuera. Y, al serlo, hacía que él también le perteneciera a ella. Y esa era una ecuación que ni una enculada ni el sadomaso iban a cambiar.
‑Te quiero, Julio. ¡Te quiero! ‑dijo ella, acercándose al orgasmo.
‑Yo también, Sabrina. Yo también.
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