Principio de mi novela Para volverte loca
Madrid, madrugada del viernes 11 de abril, 1980
Era casi la una de la madrugada cuando la policía irrumpió en Angelique.
Apenas quedaban un par de clientes hablando con las chicas. Cecilia se había puesto a hacer las cuentas del negocio sobre la barra del bar.
De improviso, el portón de madera que daba a la calle se abrió de golpe y Miguel, el vigilante que tenían afuera, entró en el local andando de espaldas con las manos en alto. Detrás de él, pistola en mano, entró un madero con bigote. Le seguían otros policías, muchos policías.
Cecilia no esperó a ver cuántos eran, se dejó caer tras el mostrador y se hizo un ovillo junto a una caja de botellas de cerveza.
-¡Qué nadie se mueva! -oyó gritar al policía, seguido de los lamentos de las chicas y pasos apresurados por todo el local.
-¡Vosotros dos, mirad que hay detrás de esa puerta! ¡Y vosotros, los servicios! ¡Venga, que no se os escape nada!
Oyó el golpear de las puertas de las taquillas donde las chicas guardaban la ropa de calle. Más pasos apresurados, órdenes y quejidos.
Empezaba a confiar que no la encontraran cuando vio al madero del bigote asomarse por encima del mostrador.
-¡Tú! ¡Qué haces ahí! ¿No he dicho que no se moviera nadie?
-Eso es lo que hago. No moverme.
-¡No te hagas la lista! ¡Venga, sal de ahí inmediatamente!
Se puso en pie lentamente, levantando las manos por si acaso. El policía aún tenía la pistola en la mano. Llevaba galones dorados en el uniforme. Recordó que Julio le había explicado que eso quería decir que era un sargento.
-¿Eres la encargada de este sitio?
-No, yo sólo atiendo el bar.
El sargento la recorrió con la mirada. Le gustaba vestirse sexy cuando trabajaba en Angelique. Esa noche se había puesto un corsé de cuero negro con escote; minifalda, también de cuero, encima de medias de red y zapatos de tacón que la hacían más alta.
Para el sargento era una puta más.
-Y esto, ¿qué es? -dijo cogiendo el block donde había estado haciendo números.
-Las cuentas de las consumiciones -le respondió sin vacilar.
-¿Sólo las consumiciones? Eso ya lo veremos -dijo metiéndose el cuaderno en el bolsillo-. ¡Venga, date la vuelta!
Para su alarma, el policía le esposó las manos tras la espalda. Sólo una vez antes le habían puesto unas esposas, y no había salido muy bien parada.
El corazón empezó a latirle con fuerza.
-¿Por qué me esposa? ¿De qué se me acusa? -protestó.
-¡Tú a callar! Ya te lo explicarán en la comisaría. ¡Venga, vamos!
La pusieron en fila con las otras tres chicas: Tatiana, Celeste y Encarna. Las hicieron salir de Angelique y la metieron en un furgón de la policía. No había ni rastro de los clientes, ni del vigilante.
* * *
En la comisaría no se molestaron en tomarles la declaración. La detuvieron el tiempo justo para quitarle las esposas. Luego las llevaron derechas a una celda y las encerraron.
-¡Ay, dios mío! ¿Pero cómo ha podido pasar esto? -se quejó Tatiana-. ¿No tenía el Chino un acuerdo con la pasma?
Tatiana era belleza exótica con piel color flan, ojos almendrados y pelo azabache. Vestía un chaleco sin mangas que a cada movimiento se abría en el centro para mostrar sus pechos perfectos. Ahora eso la hacía parecer terriblemente vulnerable. Cecilia la abrazó y le hizo un ademán a las otras dos de que se acercaran
-¡Shhh! ¡No digáis nada! -les susurró-. No mencionéis al Chino ni digáis nada de Angelique. Recordad lo que dicen en las series de la tele: tenéis derecho a guardar silencio, y todo lo que digáis podrá ser usado en contra vuestra.
-¡Qué va! ¡Si nos han pillado in fraganti! ¡Se nos va a caer el pelo! -sollozó Encarna, la más nueva. Era una chica menuda, con muchas curvas y el pelo corto y rizado.
-No, Encarna. No nos han pillado haciendo nada ilegal. Nosotras sólo estábamos trabajando en un bar dándole conversación a los clientes. Más allá de eso, no pueden demostrar nada. El único peligro es irse de la lengua. ¡Así que ya sabéis lo que tenéis que hacer!
Siguió intentando calmarlas, pero no sirvió de mucho. Al cabo de un rato las tres estaban llorando a moco tendido.
Cecilia se sentó en la estrecha banqueta que había pegada a la pared, se metió los dedos en el pelo e intentó pensar. Lo fundamental era hacerles saber a Julio y a Laura lo que había pasado. Laura llamaría a su padre y enseguida encontrarían a un abogado que la sacaría de allí. No podían retenerla sin cargos y, en definitiva, ella no estaba haciendo nada ilegal. Sólo servir copas en un bar.
De hecho, si se hubiera ido al hotel con un cliente no la habrían pillado. Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, había estado a punto de hacerlo. Es que Arturo se le había puesto muy pesado. Estaba encoñado con ella desde el primer día que la vio. Y a ella, la verdad, tampoco la desagradaba ese caballero de cuarenta y tantos años, bien educado, con buena forma física y rostro apacible de rasgos elegantes. Le había explicado mil veces que ella sólo se dedicaba a poner copas y a hacer las cuentas dos noches a la semana, para que el Chino pudiera ir a dar clases a Shaolin, su centro de artes marciales. Pero nada, cada vez que la veía tras la barra se iba derecho a ella y se ponía a charlar y a tirarle los tejos. La verdad es que su obsesión por ella la halagaba. A base de confidencias habían terminado por hacerse amigos. Arturo le contaba lo mal que se llevaba con su mujer, como ella se dedicaba a comerle la moral a todas horas, criticando todo lo que hacía, encontrándole falta en todo, haciéndose la víctima. Utilizaba el sexo como chantaje. Hasta que, en una de sus peores peleas, él se hartó y le dijo que ya no pensaba volver a follar con ella. Fue entonces cuando empezó a irse de putas. Cecilia estaba segura de que el matrimonio de Arturo había pasado el punto de no retorno. Le había dicho un montón de veces que lo que tenía que hacer esa separarse de ella. Arturo ponía un montón de pegas: que si el divorcio todavía no había llegado a España, que si no tenía suficiente dinero, que si no quería perder a sus hijas…
En el equipo de música había estado sonando Dreamer de Supertramp. Todavía tenía esa canción metida en la cabeza. Hablaba de un estúpido soñador que pierde contacto con la realidad y luego se lamenta de lo que le pasa. Había pensado que se refería a Arturo, pero en realidad hablaba de ella. No le habían faltado advertencias de que podía pasarle esto. Pero ella, con su estúpida cabezonería, se había empeñado en seguir trabajando en Angelique.
Esa noche se había sentido muy cerca de Arturo. Hasta había empezado a contarle cosas de su vida personal, cosa que nunca hacía con los clientes. Le había soltado que tenía cinco amantes, tres hombres y dos mujeres, para desanimarlo y escandalizarlo. Pero él se lo había tomado como lo más normal. Entonces se había puesto a explicarle que estaba casada con Julio y con Laura. Y que, aunque poca gente estaba dispuesta a aceptar lo del trío, los tres vivían juntos y se querían un montón. Y encima iban a tener un hijo. Laura estaba embarazada. Le contó que además era la amante de Lorenzo y Malena, quien a su vez estaba liada con Laura, así que habían llegado a formar una familia de cinco, una tribu… Allí fue cuando Arturo se perdió, así que no llegó a contarle que también follaba a veces con Johnny, el propietario de Angelique.
Arturo había acabado yéndose al hotel con Verónica. Si lo hubiera hecho ella, como le pedía el cuerpo, no la habría pillado la pasma.
Miró a través de las rejas, a ver si veía a algún policía para pedirle que le dejaran hacer una llamada por teléfono. Tenía derecho a eso, ¿o no?
Era difícil sustraerse del estado de desesperación de las otras. La canción Dreamer seguía repitiéndose obsesivamente en su cabeza. Se había empeñado en vivir en una fantasía, creyendo que todo el mundo comprendía su lucha por la liberación sexual, su dichosa revolución erótica. Se había obcecado en seguir trabajando en Angelique, contra los deseos de Laura, contra las advertencias de su padre… No… Aquello no habían sido advertencias, sino amenazas.
Al cabo de un rato oyó abrirse la puerta. Dos grises avanzaron por el pasillo ante las celdas. Entre ellos llevaban a Verónica.
¡Vaya! Así que tampoco me habría servido de nada irme al hotel con Arturo.
Metieron a Verónica en la celda con ellas. Cecilia la abrazó. Verónica era una mujer alta, algo mayor que las otras, con rasgos angulosos y un cuerpo fornido pero bien formado.
-¡Joder, qué marrón! Entro en Angelique tan tranquila después trincarme al Arturo, y me doy de bruces con un puñado de maderos. ¿Qué ha pasado?
-No lo sé. Entraron de repente y nos arrestaron a todas. ¿Han detenido a Arturo?
-No. Tuvo la buena idea de irse derechito a casa desde el hotel. ¿Qué nos van a hacer? ¿Os han dicho algo?
-No, nada. Oye, si te interrogan, tú no sueltes prenda, ¿vale? No nos pueden obligar a hablar si no es delante de un abogado.
-Ni tú tampoco, Cecilia…
Se le acercó aún más y le susurró al oído:
-Nosotras dos tenemos que tener mucho cuidado, porque si se enteran que estábamos de encargadas nos pueden acusar de ser proxenetas. ¡Y eso es mucho peor que ser puta!
Cecilia sintió un miedo helador por dentro. No se le había ocurrido considerar esa posibilidad.
-¿Y si se lo dicen las otras?
-Tendremos que convencerlas de que no lo hagan. Tú habla con Tatiana, que te llevas muy bien con ella. Yo sé cómo convencer a Celeste y Encarna.
Estaba hablando con Tatiana cuando apareció el sargento que la había detenido.
-¡Cecilia Madrigal! ¿Cuál de vosotras es Cecilia Madrigal?
Cecilia dudó si contestar. ¿La llamaban para algo bueno o para algo malo? Quizás Julio y Laura se habían enterado de lo que había pasado y le habían encontrado un abogado. No, imposible. Eran las dos de la madrugada. Julio y Laura estarían durmiendo. Pero, si el Chino se había enterado de lo ocurrido, lo primero que haría sería llamarlos a ellos, ¿no?
Mientras estaba con esas elucubraciones el sargento la señaló a ella.
-¡Tú! ¿Eres tú Cecilia Madrigal?
-Sí, soy yo -dijo con voz dubitativa.
-¡Entonces por qué no contestas cuando te llamo! ¿Estás tonta o qué? ¡Venga, acércate!
Cecilia se acercó a las rejas.
-¡Date la vuelta! -dijo el sargento sacando las esposas.
-No quiero que me vuelva a esposar. Quiero que me deje hacer una llamada por teléfono para encontrar un abogado que me defienda.
-He dicho que te des la vuelta, puta de mierda -dijo él, hablando despacio y claro para sonar más amenazador-. O entro en la celda y te breo a hostias. Y luego te pongo las esposas.
Cecilia obedeció. El policía le cerró las esposas muy apretadas, haciéndole daño. Luego abrió la celda.
-Sígueme -le ordenó.
La llevó a un cuartucho de paredes desnudas y tubos fluorescentes en el techo, con dos sillas y una mesa metálica en el centro. El sargento se repantigó en una de las sillas, poniendo los pies sobre la mesa. Cecilia fue a sentarse en la otra silla, pero él la detuvo.
-¿Te he dado permiso para que te sientes? ¡Quédate ahí, donde pueda verte bien!
Cecilia se enderezó, separando un poco los pies para guardar equilibrio mejor sobre sus zapatos de tacón. Se sentía completamente ridícula en ese atuendo, que antes le había parecido tan excitante.
El policía se sacó del bolsillo el cuaderno donde había estado haciendo las cuentas y empezó a pasar las hojas.
-Diez mil pesetas… ocho mil pesetas… ¡doce mil pesetas! ¿Esto es lo que le cobráis a los clientes por las bebidas?
-No pienso contestar a ninguna de sus preguntas si no es en presencia de mi abogado -le dijo, reuniendo todo el valor que pudo.
El policía cerró el cuaderno de golpe y bajó los pies de la mesa.
-¿Te crees muy lista, verdad? Tú has visto muchas películas, nena. Pero la realidad es muy distinta, ya lo verás.
Se puso en pie bruscamente y salió de la habitación.
Cecilia intentó ordenar sus ideas. ¿Cómo era posible que la trataran de esa manera? Esto era completamente ilegal.
No le dio tiempo a pensar demasiado. La puerta se volvió a abrir. Entró el sargento seguido de dos hombres de paisano. Uno llevaba algo en las manos.
-Se buenecita y no te haremos daño -le dijo el policía, rodeándola.
Los dos hombres desplegaron lo que traían. Era una camisa de fuerza.
-¿Qué? ¡No pueden hacerme eso! ¡No tienen ningún derecho!
La poseyó un miedo tan intenso que actuó sin darse cuenta de lo que hacía. Eludiendo al sargento, dio una patada a la camisa de fuerza, que salió volando por los aires junto con su zapato de tacón. Luego bajó la cabeza y embistió como un toro contra el que la llevaba, cayendo con él al suelo.
No sirvió de nada, por supuesto. El sargento se le echó encima, inmovilizándola con su peso. En cuanto le quitó las esposas le retorció el brazo tras la espalda, aplastándola contra el suelo. Soltó un alarido de dolor. El sargento disminuyó la presión sobre su brazo. Los dos hombres se pusieron a trabajar pausadamente y con habilidad. Primero le metieron en la manga sin salida el brazo que le policía no le inmovilizaba. Haciéndola girar, cerraron la camisa por delante. Luego, entre los dos forzaron su otro brazo dentro de la otra manga. Acabaron la faena tumbándola sobre su vientre mientras le cerraban la camisa de fuerza por detrás. Incapaz de resistirse, Cecilia terminó llorando en silencio.
La pusieron en pie, haciendo equilibrios sobre el zapato de tacón que le quedaba. No se molestaron en traerle el otro.
-Es por su bien, señorita -le dijo uno de los hombres a modo de disculpa-. Estará usted mucho más cómoda con la camisa de fuerza que con las esposas. Tenemos un viaje muy largo por delante.
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